domingo, noviembre 30, 2014

192

No sé si algún día tenga hijos, pero sí tengo una sobrina, Gianella, que desde el viernes se encuentra internada en la clínica debido a un golpe en la cabeza. A lo mejor sufrió ese golpe mientras entrenaba en el colegio. Gianella, aparte de bonita, inteligente y sensible, es una potencial deportista, no se conforma con la ventaja de su talla sobre los demás, muy alta para su edad. Solo espero que no le pasé lo que a mí, que a los catorce dejé de crecer, pero falta, falta para que llegue a los catorce. 
Le pregunto a Gianella cómo está y ella me dice que se encuentra mejor, pero que podría estar mejor si la saco de la clínica y la llevo a La Punta a almorzar y que hagamos el mismo recorrido de la última vez, ese recorrido que empezó en Chorrillos, con un taxista que por primera vez en su vida hacía una carrera a La Punta, algo de lo que recién pude darme cuenta al ver las calles bravas del Callao por donde según él cortaría camino, hecho que motivó a que me ponga en alerta ante una posible trampa. Abrí mi libreta de apuntes y en una de sus páginas le escribí a Gianella que tuviera cuidado, que probablemente vayamos a tener que salir del taxi. 
Durante algunos minutos nuestro taxi era el único en esas calles bravas. Solo veíamos a ciertos parroquianos sentados en los bordes de las veredas, desperezándose de lo realizado horas antes. Por los parroquianos no tenía problema alguno, no porque me les fuera a enfrentar, sino porque tengo conocidos en el Callao. Mi preocupación era lo que pudiera hacer el taxista, que para colmo, había bajado la velocidad. 
A nuestro lado izquierdo, y a media cuadra, el mar y algunas viviendas de esteras. 
El auto se detuvo. 
El taxista volteó.
Y yo listo, acomodándome rápido, para la pata en el mentón.
“Jefe, creo que me he perdido. Nunca he ido a La Punta, solo seguía los letreros que decían Callao”.
A veces las estupideces me causan ternura.
Le dije que no se preocupara. 
El taxista prendió el auto. Desde mi ventana saludaba con la mirada a algunos parroquianos. Uno de ellos se había puesto de pie, acercándose para ver si había algún problema, pero con un movimiento de mano le dije que no. El parroquiano volvió a su vereda. 
Le indiqué al taxista el camino que todo taxista pensante debía tomar para llegar a La Punta.


sábado, noviembre 29, 2014

191

Un artículo de Paco Bardales, en el último Buensalvaje, llama mi atención. O mejor dicho, la pregunta que se formula al inicio de su artículo es lo que me ha hecho pensar en las últimas horas, sin dejar en segundo plano el acercamiento que lleva a cabo sobre José B. Adolph, lastimosamente, un estupendo narrador peruano subvalorado, a quien deberíamos leer y releer, sin importar lo difícil que pueda ser la empresa de conseguir sus libros. 
Caso curioso el de este escritor. Siempre he tenido la idea de que los buenos escritores tienen uno o dos títulos de entrada, llamémosle puertas de acceso, que despiertan el ánimo del potencial interesado, empero, y espero no equivocarme, Adolph ostenta más de una puerta de acceso, pienso en cuatro o cinco títulos, detalle que no me parece poca cosa, ya que, por lo general, los buenos escritores no pasan de dos, a las justas tres, títulos ineludibles. 
Ahora, la pregunta que se plantea Bardales apunta a la escasa concurrencia de público que presenció hace poco en un coloquio realizado sobre Adolph. 
Esa es pues la pregunta que motiva este breve post. 
Lo mismo que se pregunta Bardales, me lo pregunto yo desde hace un tiempo sobre algunos autores peruanos que han ganado y vienen ganando para bien la legitimidad literaria, pero que por alguna razón no pasan del ojo académico y de la alabanza de ciertos círculos de conocedores. 
Si hoy en día tenemos conocimiento de Adolph, Moro, Ojeda, Gastón Fernández y Eielson, por citar cinco nombres incuestionables, se lo debemos precisamente a la academia y al proselitismo caleta de algunos círculos de lectores. Negar esa realidad, pasarla por alto, sería un acto de absoluta mezquindad. 
Haríamos bien en recordar, en ir a la protohistoria de las informaciones, para darnos cuenta de que hasta hace veinte años no se hablaba de Eielson y Moro como sí ahora. Si hoy en día hablamos y celebramos a estos poetas y artistas de epifanías, se lo debemos íntegramente al proselitismo que tuvo lugar en los salones de la academia, o siendo más justos, a los sujetos actuantes (estudiantes por ese entonces) que salieron de ella. 
Pero lo hecho resulta insuficiente. Y no sorprende que sea insuficiente, porque la República Letrada peruana es parecida a una de las tantas islas perdidas de Oceanía, es decir, pequeña, seguramente rica en potencial, pero insignificante en comparación al universo que pertenece. 
Ojo, no me refiero a que escuchemos de Adolph, Eielson y Moro en los taxis, micros, mercados y cafés, que de suceder, que esos nombres sean parte de la conversa diaria de los hombres y mujeres de a pie, vendría a ser una luz de esperanza para este país en dirección única a la desgracia. No, esa no es la idea. 
Si estamos siendo testigos de la poca asistencia de público a coloquios y actos conmemorativos sobre las voces (algunas canónicas) que más influyen en los lectores y escritores peruanos, es porque algo está pasando, seguramente una especie de exceso de confianza al creerse que la difusión ya está consumada, cuando lo cierto es que todavía no se ha llegado al último rincón de la República Letrada. Lo alarmante de esta caída es que hablamos de voces con una poética diáfana, nada críptica. En la claridad y tersura de sus discursos poéticos y narrativos, en esa mágica transmisión y conexión con el lector, descansan las bases de su no lejano éxito. 
Hablamos pues de poéticas que no solo pueden conquistar en totalidad a la República Letrada, sino también a los suertudos que no pertenecen a ella. Se trata, sin duda, de una tarea ardua, pero que bien vale la pena, porque recuperar el interés perdido nos lleva a cuestionar qué es lo que se hizo mal, en qué se está fallando. A lo mejor, si en algo puedo colaborar en la solución, el problema sea la evidente incoherencia de discursos: la sencillez de la voz y la jerigonza que nos habla de esa voz. 

"un perro andaluz"




viernes, noviembre 28, 2014

190

Ayer fue un día muy especial, puesto que sucedieron algunas cosas que hicieron que el día sea más liviano a pesar de las cosas que tenía que hacer, con mayor razón cuando te enteras de que vas a estar solo casi todo el día. Debía mantener la concentración, fumar lo menos posible y ponerle buena onda a la situación. 
En los ratos libres, tiempo muerto que llamo y que debes aprovechar en lugar de estar hueveando, me pongo a perfilar los conceptos, al menos tres, que usaré sobre una novela del escritor boliviano Rodrigo Hasbún, novela que leí hace varios meses y que he vuelto a leer un par de semanas atrás. Le comenté de la novela a un pata atento a la nueva narrativa latinoamericana y su pregunta me sorprendió puesto que él sabe cómo pienso, pero tampoco me hice problemas, porque para eso están los buenos patas, para sorprenderte, no importa si lo que te dicen te genera cierta incomodidad. Lo miré fijamente y le dije que yo leo libros, no personas. Claro, su pregunta no iba por Hasbún, quien no debe tener la más mínima idea de quién es este blogger, sino por sus editores. 
Lo cierto es que cada vez que comento un libro, en lo último que pienso es en los autores y los editores. Si el autor fuera Canebo y si el libro es bueno, pues no tengo problemas en destacar sus alcances narrativos. Si uno de los editores fuera un rehuevonazo que pierde el tiempo hablando sobre mí a mis contactos de Face, igual, comento el libro si es que el libro el merece ser comentado. 
El problema, estimado, le dije a mi pata, es que estamos perdiendo ese primer amor por la literatura, que no es más que el gusto por la lectura limpia que nos lleva a más de una gratificante impresión que nos dejan pues los buenos libros. Al respecto, nunca han dejado de existir lecturas paralelas que alimentan el aliento crítico, así este aliento sea el más impresionista. Por eso, hay que saber detectar esa tara y no prestarse a ese juego sucio que siempre ha existido y que lamentablemente seguirá existiendo. No prestarte a esa tara no te asegura que tu comentario/reseña sea bueno, pero sí honesto, frontal, que garantiza para el futuro el cambio de opinión si es que te has equivocado al momento de comentar. 
Mi pata se retiró y seguí en lo mío. Sentía la tibia generosidad del sol y el raudo viento que vino después, a eso de las seis de la tarde. Cerca de las ocho de la noche, tuve una impresión, como si estuviera a nada de experimentar una epifanía, una sensación capaz de avalar mis últimas acciones. 
Horas después, en casa, sobre mi escritorio había un sobre que mi mamá había encontrado en la tarde. En ese sobre estaban algunos de mis dibujos de cuando era niño. Vi los dibujos y los dibujos estaban muy buenos. Llamó mi atención mi destreza para los trazos, la entrega que reflejaba en lo que dibujaba. Traté de recordar por qué dejé de dibujar y me arrepentí de no haber seguido dibujando.


jueves, noviembre 27, 2014

189

Lo que me gusta de ser librero es que puedo conocer a mucha gente. Nadie me pidió meterme en este oficio, más bien lo hice con mucho cariño y amor. Entonces, lo que me mueve no es el lucro a lo bestia, sino hacerlo con el suficiente estilo que denote el principio de la recomendación veraz. Meses atrás estuve en Santiago conversando con uno de los libreros más conocidos de la ciudad. Un librero que es un personaje en sí mismo, un librero que cumple con lo que busco de un librero: es pues un lector voraz.
A Sergio le comenté sobre lo que venía haciendo en la librería, sobre lo que esperaba de este oficio de librero. Sentía pues una sensación que a ojos de las demás personas dedicadas al mundo del libro les parecía inconcebible. Es decir, a ser franco con el lector cuando este preguntaba por alguna sugerencia. Se lo iba a comentar a Sergio, pero él me ganó la intención, puesto mirándose fijamente a los ojos, me dijo que había que ser franco siempre, nunca mentirle al lector cuando este te preguntaba por algún libro. O sea, si el lector viene y te pregunta por un libro que has leído, le tienes que decir lo que piensas del libro, si te gustó o no. Del mismo modo con los libros que no has leído. Esa franqueza es el lazo entre el lector y tú. No le dije a Sergio que eso era lo que venía no solo pensando, sino también ejerciendo desde el momento que me hice librero. Y me alegró que esas palabras provinieran de alguien con más experiencia que la mía. Y seguimos hablando, en especial de las amistades peruanas que recordaba con muchísimo cariño.





miércoles, noviembre 26, 2014

188

Desde hace un tiempo me vienen haciendo una pregunta recurrente, sean periodistas, narradores y fugaces interesados. 
El tema, en lo personal, me deja sin cuidado, no me importa en lo más mínimo, a lo mejor por la realidad que me tiene sin publicar desde hace diez años, aunque si publicara con la frecuencia de los otros, a lo mejor tendría esa inquietud que la presencio más en los días de feria, pero sería una inquietud controlada, digamos madura. 
La inquietud sobrepasa el mero entendimiento, no conoce estrato social ni nivel cultural, es una inquietud que tiene que ver con el ego del escritor, con aquello que representa, para mal, el acicate que lo lleva a embarcarse en una empresa literaria que no les asegurará el éxito, ni inmediato ni a largo plazo. 
Antes me molestaba, ahora solo me conmueve. 
Es preferible reírse a llorar. Algo pues anda mal en el chip de muchos escritores peruanos, y pienso que el fenómeno también es el mismo en otros contextos. 
La pregunta/inquietud: “¿se vende mi libro?” 
Formular esa pregunta ablanda hasta al más matón de los literatos locales. Nuestros queridos matasietes son nada ante esta inquietud. 
De cuando en cuando preguntan cómo van las ventas de sus libros, preguntan directamente o mandan a alguien a hacer esa labor, peor si han pagado por su edición. 
Los que han publicado en sellos grandes tampoco se salvan de la inquietud. Quieren saber cómo les va, para ellos la continuidad en el sello está en las ventas y no en la calidad literaria. 
Ambos casos me resultan graciosos. He visto al más pintado sufrir la indiferencia del lector, como también a aquel que empieza en estas lides, cuyo rostro se va endureciendo de rencor a medida que pasan los días, semanas, meses y años. 
Claro, lo más sano es dedicarse a leer, escribir, tirar, escuchar música, beber, ver buen cine, asistir al teatro, en fin, dedicarse a vivir, solo eso, a vivir. 
Conozco escritores, que aprecio, preocupados por las ventas, pero también sé que no se hacen un mundo si sus libros se venden o no. Si hoy no se vende tu libro, mañana sí, quizá en veinte años algún lector sabrá reconocer el talento. Eso es lo paja que tiene la literatura, o mejor dicho, una de las cosas pajas que tiene. 
Lo que sí me jode es la mentira. Me jode en principio pero luego esa cólera se convierte en lo que es: una cólera fugaz. 
Causa ternura ver los ejemplares amontonados, durante años, de aquellos escritores que cada seis meses nos revientan el mail y el Inbox anunciando que han agotado los ejemplares de su libro, cuando lo real es que muchos de esos ejemplares yacen escondidos en cajas y que seguirán escondidos en cajas, reflejando un doble deseo de sus autores: quieren que sigan escondidos en cajas y así sustentar su éxito, como también el deseo de que esos ejemplares no pasen por el ojo de un vendedor malévolo que los coloque en la sección de saldos o los oferte en un 2 X 1.


martes, noviembre 25, 2014

187

Me considero fiel en pocos aspectos de la vida. Entre esos pocos aspectos, le soy fiel a la comida de mi madre. 
Pienso que es un milagro que no sea gordo con lo bien que como todos los días. Así es, se trata de un milagro, aunque algunas personas me dicen que no se nota mi gordura precisamente gracias a mi talla. Si no fuera alto, sería un rechoncho, de esos que veo casi todos los días, descuidados y malalimentados. 
Rara vez como en la calle, desde hace tiempo no almuerzo ni ceno en restaurantes, y cuando lo hago, no niego que me embarga un sentimiento de extrañeza que me lleva a tener mucho cuidado en cada bocado, pensando más de la cuenta en los componentes que se hayan usado en la preparación. Por eso, no me importa el peso, sea ligero o no, y llevo mi termo de comida. Además, a mi madre le gusta y le hace feliz que consuma lo que me prepara con tanto cariño y amor. 
Por ejemplo, el almuerzo de hoy, uno sencillo, pero no menos delicioso: yuquitas rellenas con ají y queso, acompañadas de porción arroz y una salsa en base a tomate, cebollas y lechugas con limón, sí, mucho limón, puesto que tengo una debilidad con el limón. 
A eso de las 2 y 30 de la tarde, tomé asiento y desde mi stand en la Feria del Libro Ricardo Palma, me puse a almorzar, tranquilo, aprovechando la ausencia de personas que al igual que yo, también estaban almorzando, pero almorzando algo no tan rico como lo que yo sí estaba almorzando. Comí despacio, escuchado a Montgomery en Spotify. 
Tal y como suelo hacer al terminar de almorzar, prendí un cigarrito. Pensaba en los próximos textos que escribiría, en si valía la pena o no dedicarle tiempo a gente ruin que se pinta de decente, en especial esos supuestos editores que a la primera distracción ya se llevan tu billetera, pero lo pienso bien, aún con el placer que me sigue generando el almuerzo, y llego a la conclusión de que estos supuestos editores tienen lo que se merecen, y desde hace rato, así se pinten de decentes, esforzados y leídos. 
En esas estaba, pensando en ese supuesto editor carterista, en su vocación de mascota, cuando llega a Selecta un estupendo editor de poesía, de esos ante los que bien haríamos en sacarnos el sombrero, responsable, junto a otro editor, del que quizá sea uno de los mayores proyectos de edición de poesía de los últimos años, de esos proyectos que no podríamos creer en teoría y que se justifican en la práctica, en la realidad de su hechura que nos reconcilia con lo que en verdad debe interesarnos de la literatura: la comunión del libro con el lector.

lunes, noviembre 24, 2014



sábado, noviembre 22, 2014

186


A medida que pasan los años uno va conformando su biblioteca personal. En esa biblioteca no impera el raciocinio, sino el instinto, la salvaje tranquilidad que sentimos al saber que allí, en esos anaqueles podemos encontrar los libros que nos justifican la vida y que sustentan nuestra condición de lectores.
Supe de John Barth en los pasadizos sanmarquinos, a fines de los noventa, años en los que aprovechaba para colarme en los salones como alumno libre. No supe de Barth por recomendación de un profesor, sino por cuenta de un amigo que leía mucho y que tenía los medios para acceder a ciertos títulos que difícilmente llegaban a las librerías de Lima. Leíamos mucha narrativa norteamericana y llegó un momento en que debíamos ir más allá y de esta manera leer a los otros pilares de dicha tradición, a los menos vistos en comparación a las voces de la «generación perdida», por ejemplo. Gracias a este amigo leí El plantador de tabaco de Barth en la edición de Cátedra.
Ni bien terminé esa lectura fui partícipe de una convicción: Barth y su novela eran lo mejor que me había podido pasar hasta ese entonces como lector. Una novela que exhibía el aliento de la novela decimonónica y el registro narrativo vanguardista y experimental del XX. Más un detalle que descubría: el humor, un humor que viajaba de lo cervantino a lo Shandy de Sterne. Obviamente, el humor ha propiciado grandes obras para la novelística gringa, pero nunca al nivel como lo consiguió Barth.
Tanto la edición de la novela en Cátedra, como la de Sexto Piso que motivó la relectura que justifica estas líneas, ponen de manifiesto una mirada común, la mirada de un lector apasionado y entregado, como la del narrador Eduardo Lago, quien fue el encargado de la traducción. Si la obra maestra de Barth viene abriéndose paso, y cuyo inminente destino será convertirse en una novela insoslayable para cualquiera que se precie de buen y exigente lector, se lo debemos al proselitismo de Lago.
Pues bien, la presente novela no es una empresa fácil, pero su aparente dificultad discursiva no impide que sintamos las tiernas desventuras de su protagonista Ebenezer Cooke, un entusiasta de la literatura, un ingenuo y crédulo de las buenas intenciones de los demás, un hombre casto y dispuesto a mantenerse en esa castidad con tal de no alterar su forzada pureza espiritual, quien debe abandonar su apacible comodidad en Londres para llegar a América y hacerse cargo de la plantación de tabaco de su padre. Lo que nos relata Barth es precisamente ese viaje en el que le pasa de todo a un Cooke que no deja de impresionarse con lo que le pasa, muchas veces hasta en demasía, mismo primerizo. Barth nos entrega un personaje poliédrico en su involuntaria torpeza, idealista y entrañable en su ridiculez. El estrafalario Cooke es un personaje que muy bien debería figurar en esa selecta galería de personajes que nos radiografían desde la ironía. Pensemos en él como si fuera un alumno mutante de Don Quijote e Ignatius Reilly, y por medio de él nos adentramos también a fines del siglo XVII, época signada por un conservadurismo ultramontano en ambas orillas del Atlántico, pero que en la genialidad narrativa de Barth se nos vuelve cercana y atractiva, quizá debido a su desenfado narrativo y a la musicalidad de su prosa. Esta musicalidad le permite improvisar y elevar la narración aún más en medio de la oceánica complejidad digresiva que caracteriza a la novela, musicalidad, dicho sea, tributaria del jazz. Por cierto, Barth fue durante mucho tiempo un eximio músico de jazz.
 
 
Publicado en Buensalvaje 14


viernes, noviembre 21, 2014

185


Terminé de leer la última novela de peruano Jorge Eduardo Benavides hace un par de meses. Estuve a nada de comentarla en el instante, pero la experiencia me ha enseñado, al menos en lo que a mí respecta, que reseñar un libro inmediatamente es lo peor que se puede hacer. Esta experiencia la he tomado como un principio con el que intento cuidar mi verdad emocional.
Desde la publicación de su primera novela, Los años inútiles, no había vuelto a sentir una euforia literaria como la que el autor me ofrece en El enigma del convento (Alfaguara, 2014). En ese hiato, cinco títulos suyos me dejaron en una especie de indefinición, tampoco es que pida que todos los libros de un autor sean buenos o por lo menos interesantes, cosa que sería un despropósito, sino que no dejaba de percibir en Benavides un exagerado tributo literario a Vargas Llosa que mataba su nervio narrativo, ese nervio narrativo que a fin de cuentas es lo que sostiene el andamiaje de la estructura y que guía el sentido de la técnica en toda obra de fición. Lógico, no hay nada de pernicioso en la influencia de Vargas Llosa, hasta soy de la idea de que no debe existir escritor peruano ajeno a su legado narrativo. En realidad, todos los que estamos inscritos en la tradición de la narrativa peruana, somos soberanos hijos del autor de Conversación en La Catedral. Pero como dije líneas atrás: lo de Benavides fue exagerado, demoró en darse cuenta que el mejor tributo literario era el parricidio.
Las cosas empezaron a cambiar con su novela Un asunto sentimental, un buen alejamiento de la influencia, una apuesta por un registro propio y quizá una de las mejores novelas de corte metaliterario (sin serlo del todo) que haya leído en los últimos años. De paso, imagino que esta novela habrá sido una cachetada para los aventureros del registro metaliterario que aún andan confundidos con lo que precisamente es el registro metaliterario.
En El enigma del convento, Benavides se desata. Y eso es lo que siempre voy a esperar de un escritor con oficio y talento, que se desate. Oficio y talento es lo que siempre he visto en Benavides, incluso en sus títulos que no me han convencido. La presente novela se nos presenta complicada. Podría creerse que es una novela histórica, que lo es, pero lo es en funcionamiento de coraza, de inteligente pretexto que nos permite adentrarnos en la pulsión de sus personajes que transitan la angustia del quiebre, del rompimiento, que sustentan el contexto mayor: el de las guerras de independencia. En este sentido, se saluda la fina inteligencia de Benavides, puesto que nos hace partícipe de una época partiendo de la angustia individual. Hay pues un sentimiento de alejamiento que canaliza el temor y los afanes conspirativos de aquellos que no lo quieren perder todo y que ante ese futuro próximo son capaces de todo, de empeñar conciencias y la poca integridad que les queda. No por nada, el autor es un experimentado maestro de talleres literarios. Funde registros, como el de la novela amorosa, el de la novela de misterio, el de la novela de aventuras. El paso entre estos registros no es menos que magistral.
Si te enfrentas a una novela de este autor, no esperes una novela lineal, fácil. Pasa de esta. No te hagas problemas. Lo que siempre voy a destacar de él es su aliento ambicioso que he visto hasta en sus títulos más irregulares, aliento ambicioso que a veces le ha jugado una que otra mala pasada, pero que a fin de cuentas se trata de una marca, una apuesta por una opción que muchas plumas rehúyen en pos del simplismo. O sea, hablamos de honestidad creativa.
Estamos ante uno de los pocos escritores latinoamericanos, entre tanto paquete sobrevalorado, al que sí deberíamos llamar un “muy buen escritor”. Por donde se le mire, El enigma del convento es una novela que se hace merecedora de todos los reconocimientos y saludos que viene recibiendo, y lo mejor: no es la mejor novela de su autor. Ergo: lo mejor está por venir.
 
 
Publicado en Siglo XXI.

martes, noviembre 18, 2014



184


Me encontraba sorbiendo un café, no del todo bueno, cuando recibo los ejemplares de una novela de Julio Ramón Ribeyro, Crónica de San Gabriel, a cuenta del nuevo sello Peso Pluma, que dirige la incansable Paloma Reaño. Como bien sabemos, se trata de la primera novela de uno de los más grandes cuentistas latinoamericanos. Aunque no niego que hablar de Ribeyro como cuentista me deja algo extraño, porque a la fecha me cuesta verlo solo como tal, porque así como fue un grande en el cuento, también lo fue en el registro del diario, por ejemplo.
Lo primero que hice fue leer el prólogo.
Al respecto, Marco García Falcón, la noche que tuvimos el conversatorio sobre su novela Un olvidado asombro en una librería local, me comentó que escribiría el prólogo para la reedición de esta novela de Ribeyro, cosa que le ponía muy contento.
Leí el prólogo, y lo volví a leer.
Amistad de lado, debo decir una vez más que García Falcón no solo es la prosa de su generación, sino también la más sólida de la narrativa peruana contemporánea.
Este prólogo, ubicado en la tradición de los retazos, nos brinda las suficientes luces que hacen aún más adictiva la poética de Ribeyro. En no más de cinco páginas percibimos la huella de la inteligencia literaria, alejada de la pedantería, que cumple su propósito de acercarnos a un autor en extremo clave, sin importar si ya lo has leído. Obviamente, los grandes generan epifanía sin necesidad de ayuda y este prólogo no es una ayuda, es más bien médula de esta publicación.
Los grandes escritores generan dos tipos de hijos literarios: los que imitan y los que se desmarcan de la influencia. Los que imitan, se deduce, son los limitados, aquellos que no van más allá de la sombra de la influencia, no son capaces de independizarse y cuyo destino es la caricatura. En cambio, los que se desmarcan son los que han recibido la influencia, sometiéndola a un proceso en el que se macera la voz, el estilo, el nervio, la mirada y la inteligencia. Se alejan de la sombra del árbol mayor para construir su propia sombra y sus propios hijos literarios sin proponérselo. Muestra de este desmarque lo vemos en este excelente y sabio prólogo que nos entrega García Falcón.


lunes, noviembre 17, 2014



domingo, noviembre 16, 2014

182


Ayer sábado, en un alto al ajetreo ferial, me puse a mirar el mar y prendí un cigarrito. Observaba sin observar el mar. Tenía en mis manos un par de libros, uno que siempre me acompaña en días feriales, que lo puedo leer en desorden y que a la fecha me resulta inagotable, Dietario voluble de Vila-Matas. El otro, que prefiero no mencionar, por el momento, hizo que soltara una carcajada ni bien terminara su primer párrafo.
Estaba sentado, despreocupado, untándome bloqueador.
Se supone que no pasaría mucho tiempo para volver al stand de Selecta, pero tuve una inesperada conversa con una niña de no más de siete años. Ella había venido con su mamá, que se encontraba revisando un par de poemarios de la colección El manantial oculto.
La niña me miraba. Yo la miraba. La niña miraba mi rostro pero también el brazo derecho, sus ojos estaban fijos en mi codo.
Le sonrío. Me devuelve la sonrisa.
Ella no demora en señalarme el codo.
Pensé un par de segundos antes de hacerlo, pero al final me animé, sabiendo de la inminente sorpresa que se dibujaría en su carita. Cogí el borde del polo y me lo subí.
La niña pudo ver las cicatrices de mi codo y parte del brazo.
La niña abrió los ojos. Los abrió más. Su boca abierta. Nunca había visto tanto horror.
Le dije que tenga cuidado con los gatos, puesto que los gatos pueden ser nuestros cómplices, pero también son peligrosos cuando los fastidiamos en su estado “alterado”. Le pregunté si tenía gatos y ella asintió. “Por eso, ten cuidado con los gatos”.
Me levanté y me acerqué donde su madre y le hice la boleta de los dos libros de El manantial oculto que compró.
Madre e hijita se fueron.
Hace años, muchos años, llegó a mi casa Nesho, un gatito blanco con manchas negras.
Aunque en un principio no lo quise, Nesho se convirtió en mi mejor amigo. He leído mucho y escrito mucho con él a mi lado. Obviamente, no será en este post en que escriba su historia, porque Nesho tiene su historia.
Un año antes de que Nesho nos dejara, Nesho me atacó y él es responsable de las cicatrices que tengo en mi codo derecho, que para algunos son el testimonio de una reyerta juvenil.
Nesho era un Don Juan, las gatas lo buscaban, solo a él entre todos los gatos del barrio. Cierta noche, madrugada mejor dicho, me disponía a dormir. Nesho no estaba en casa y no quería levantarme para abrirle la puerta horas después. Entonces salí a buscarlo al parque. Cuando lo vi me acerqué y muy cerca de él una gata en celo lo llamaba con jadeos. Nesho se acercaba despacio, pensé en dejarlo en su faena, en su salvaje estado alterado, pero no quería interrumpir mi sueño al tener que abrirle la puerta horas después, con mayor razón con lo mucho que me cuesta dormir.
Lo cogí del cuello y lo llevé a la casa. Mientras lo cargaba, su cuerpo temblaba, como si se estuviera electrocutando.
Cerré la puerta y caminaba a mi habitación.
Nesho se prendió de mi brazo, dejándolo ensangrentado.
Hice lo que tuve que hacer: curarme lo mejor que podía. Lavé la herida, la desinfecté y vendé mi codo.
No me hice problemas. La culpa había sido mía, por idiota, sin duda.
Me acosté.
Al levantarme, Nesho estaba durmiendo en el felpudo y me reclamó su desayuno.
Nada había cambiado.

miércoles, noviembre 12, 2014



martes, noviembre 11, 2014

181

Salgo a correr muy temprano, minutos después de las cinco de la madrugada. No es que tenga la costumbre de salir tan temprano, pero aprovecho que me desperté descansado, despejado, puesto que anoche me acosté a buena hora, quizá débil ante el inevitable despliegue físico que me demandó el día. 
Mientras corro, porque lo que hago es correr, no trotar, me vienen a la mente algunas ideas que no tenía del todo desarrolladas, pero que adquieren forma y cierto sentido en el acelerado ritmo de mis piernas, como si mis piernas tuvieran un poder para ubicar en su lugar aquello que parece una cuestión gaseosa. 
Ayer en la tarde, mientras seleccionaba los libros que Selecta llevará a la Feria del Libro Ricardo Palma, vino un pata que trabaja en una editorial del medio, quien me preguntó si pensaba escribir y publicar el artículo sobre Hora Zero y Kloaka. Hace buen tiempo le dije que pensaba escribir un artículo sobre el movimiento setentero y el grupo ochentero, a razón de la lectura de las relecturas que hice de Tromba de agosto y Ave Soul de Pimentel. Este nuevo acercamiento fue más que suficiente, tendría la puerta de entrada para preguntarme y responderme, o al menos hacer el intento, de aquello que también otros se preguntan, pero que a diferencia de mí, no tienen una respuesta clara a una realidad que se les pinta como una ciencia oculta. 
Las gotas de sudor se deslizan por mi cara, algunas quedan atrapadas en mi barba, barba que debo disminuir en volumen antes que la flojera me gane y así evitarme las puteadas que le daré a la vida cuando haga calor. Acelero más el ritmo, sintiendo el dolor en cada articulación inferior. 
El pata que trabaja en una editorial del medio tiene razón. Seguramente esperaba la publicación del texto sobre los poetas setenteros y ochenteros días después de decirle que pensaba escribirlo. A veces, puedes hacer planes, pero estos se postergan debido a otras urgencias, en este caso temáticas. Sin embargo, ahora sé cómo abordar ese artículo y no me importa nada si le dolerá o no a los otros, en especial a los forjadores de falsos discursos críticos sobre la poesía peruana contemporánea. 
Un triángulo de sudor se plasma en mi polo. Pese a estar agitado, el cuerpo me pide fumar, pero antes debo tomar agua y la botella de agua es lo que me olvidé en casa, pero no me hago problemas. La puerta trasera de mi casa está a menos de treinta metros y camino hacia ella, ahora bajo la claridad celeste mar de la mañana, en la que el silencio impera, silencio propicio para que cualquier tipo de sonido le confiera un sentido a la inmediatez de la vida. 
Antes de entrar, miro el parque y observo las plantas y los arbustos, esperando la aparición de mis gatos, que se me acercarán magullados, pero sin duda felices.


lunes, noviembre 10, 2014

180


Lunes de sol. Nunca me ha gustado el sol, pero desde hace un tiempo sí. Aunque una cosa es el sol y otra muy distinta es el calor, peor en una ciudad como Lima que chorrea humedad.
Venía caminando a la librería. Caminaba despacio y fumando el primer cigarrito después de diez horas. Faltaba poco más de media hora para las once de la mañana. Como no me gusta abrir ni muy temprano, ni muy tarde, me dediqué a buscar un lugar donde tomar un café y así poner en orden algunas notas sueltas de un libro que reseñaré en los próximos días. Se trata pues de un libro que me ha gustado mucho, de un par de muy buenos amigos a los que quiero y estimo.
A una cuadra en paralelo al Jirón Ocoña queda ubicado un café que solía frecuentar años atrás. Lo frecuentaba por sus muy buenas hamburguesas de casa.
En esos tiempos, en los que era un muchacho rebelde y desorientado, ese lugar se había vuelto el punto en donde ponía en orden mi cabeza. Sea saliendo de las bibliotecas del Centro Histórico, o del Cine Club del BCR.
Aquel café me resultaba un paso obligado. No solo por las hamburguesas, sino también porque desde cualquiera de sus mesas tenía una visión privilegiada de los más mínimos detalles que acaecían en  los cuatro carriles del Jirón Camaná.
Me quedaba un buen rato viendo lo que pasaba en la calle. En el año 2000, en los meses de protesta contra la dictadura de Fujimori, no pocos colectivos universitarios tenían su primer punto de encuentro en las calles del centro. Se reunían en un primer espacio, para luego caminar a la concentración central en la Plaza San Martín.
Precisamente frente al café se ubica una iglesia, iglesia que en esos años de protestas reales servía de núcleo para un colectivo de jóvenes estudiantes mujeres que venían de la Universidad de Lima. Era un grupo peculiar, puesto que todas las veces que las vi, cada una de ellas reflejaba en su rostro el fulgor de la aventura, como si estuvieran siendo partícipes de un safari ideológico activo en un determinado espacio-tiempo-histórico. No era para menos, todo aquel que participó de esas marchas, sabe que fue parte de la historia política peruana.
Más de una se quedaba viendo los edificios y a la gente que transitaba por allí. Me causaba gracia su asombro, ese asombro que las hacía creer que estaban en Saigón. También me causaba gracia verlas cada vez que pasaban los camiones portatropas, sin más, ponían carita de malas ante la primera muestra de violencia por parte del enemigo. Tenían la misma actitud con los hombres que se les acercaban, seguramente, y bajo alguna entendible advertencia, pensaban que eran agentes infiltrados del SIN. Y claro, también mantenían distancia de los estudiantes de la Villarreal y La Cantuta que las invitaban a ir juntos hacia la Plaza San Martín. Pero mantenían su distancia con estilo, con una sonrisa radiante que de hecho enamoró a más de uno.
Aunque el café ya no es el mismo. Sin duda, por él han transitado varios dueños. Me sigue siendo familiar por el panorama que me ofrece del Jirón Camaná. Eso es lo que resalto mientras ordeno las notas de la reseña. Es lo que queda de este lugar, puesto que las hamburguesas y cafés que sirven ahora son una porquería.


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Literatura de izquierda (Periférica, 2010), del escritor argentino Damián Tabarovsky, es de esos libros que tienen el oscuro de poder de engancharte, lo empiezas a leer y no lo sueltas hasta terminarlo, no interesa lo que estés haciendo, sencillamente no te desprendes. En ese fenómeno cumplen un rol medular, sin duda, las verdades que se dicen en sus páginas.
Se trata pues de un librito de ensayo nada feliz, en donde su autor socava las cimientes de la literatura argentina contemporánea, diseccionando las dos columnas en las que esta se ha guiado en los últimos veinte años: la academia y el mercado. No dice la verdad, sino su verdad, argumentando y nombrando, es decir: no tira la piedra para luego esconder la mano. En muchos puntos podría estar de acuerdo con él, en otros no, en especial a su referencia a Rodrigo Fresán, al que califica de sobrevalorado. Es decir, lo que menos busca Tabarovsky es agradar y ese es un detalle que debemos agradecer en tiempos en los que nadie queda mal con nadie. Hay pues que jugársela con una postura, sin importar si la empresa te lleve a quedarte solo, en esa especie de isla en la que no se quiere estar pero de la más de uno habla en sordina.
Tabarovsky corta la piel y pone el dedo en la llaga. No se salva casi nadie, ni Cortázar. Arremete contra la tradición literaria argentina, lo cual no es poca cosa, tratándose de la que quizá sea una de las más ricas en lengua castellana. De los aspectos que aborda, el ensayista se queja principalmente de la manía por la novedad que inquieta a las plumas de su país, que confunden con originalidad, haciendo de su narrativa todo un espectáculo pírico, pura coraza a lo bestia que no comunica ni transmite absolutamente nada. El ensayista arremete contra aquellos demagogos que piensan que en literatura (narrativa y poesía) el lenguaje lo es todo, cuando lo que tendría que hacerse de él es tensarlo, sangrarlo, alterando su nervadura. Para reforzar su postura, nuestro iracundo ensayista sale de su imaginario y se apoya en autores de otras tradiciones, con el objetivo puesto en el dolor que causarán sus dardos; indagando, lo que no necesariamente es un recorrido en la actualidad editorial. Ese recorrido lo lleva a retroceder para que de esta manera pueda avanzar y sustentar. Retrocede lo suficiente para avanzar, sin dudas, hacia lo que asegura (y a lo mejor para quien esto escribe también): con Madame Bovary somos testigos de un antes y un después para la literatura.
Literatura de izquierda no es un libro nuevo, ya tiene sus añitos. Apareció por primera vez en 2004, en Buenos Aires, y generó más de una encendida polémica. A la fecha, contados conceptos de su propuesta podrían resultar desfasados, pero su planteamiento central mantiene vigencia y lozanía, no solo para lo que se escribe en Argentina, sino para el ámbito literario en castellano. O sea, si suprimimos los componentes en los que el autor asienta su ensayo y los reemplazamos por discursos y personajes de ambos lados del charco, estaríamos ante lo mismo que se denuncia.
 
 
Publicado en Siglo XXI

domingo, noviembre 09, 2014



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Llego a casa algo cansado, pero muy satisfecho y feliz. 
Esta madrugada de domingo se presenta ideal para el provecho del insomnio, lo que me da tranquilidad pero también preocupación puesto que muy temprano saldré a correr, cosa que así mataré en algo todo el veneno que recorre mi cuerpo. 
He abusado de la buena comida, he comido y vengo comiendo como todo un voraz adiposo. Me he entregado a los placeres gustativos y al saboreo lento. 
Aprovecho pues en revisar mi correo electrónico. También me conecto al Face para ver algunos mensajes de Inbox. 
En Face uno de mis contactos me brinda un enlace a una entrevista a Matías Rivas, el director de Ediciones Universidad Diego Portales, o Ediciones UDP, a secas. 
Leo la entrevista. 
Me es imposible no comparar. 
O sea, me pregunto si habrá en el Perú algún editor que al menos pueda exhibir la vigésima parte de Rivas. 
No es la primera vez que leo/veo/escucho una entrevista a este editor, de quien puedo decir que, aparte de tener las cosas claras como editor, es coherente en sus facetas literarias e intelectuales. No le huye a la discrepancia y mientras siga fundamentando sus posturas, bien puede opinar de lo que guste sin importar de a quién vayan a incomodar sus opiniones. 
Como dije, me es imposible no comparar. 
Y me apena hacerlo, porque tengo muchos conocidos y algunos amigos editores. 
El punto es tan triste como simple: no tenemos editores que apuesten por un compromiso real en pos de la difusión del consumo del libro y el hábito de la lectura. 
Todo indica que en vez de editores humanistas, lo que tenemos son más bien editores tecnócratas. Peor aún: tenemos editores a los que les importa más las relaciones públicas. En esta clasificación no se salva ninguno, absolutamente nadie. 
Basta verlos, escucharlos, leer sus comunicados para darse cuenta de que cuidan muy bien sus palabras, con mayor razón cuando se trata de una posible dádiva del poder político de turno. Por ejemplo: no me sorprende su nulo cuestionamiento a la nefasta política del Ministerio de Cultura, que tiene una Dirección del Libro y la Lectura que más parece un centro de lobbistas que uno en el que deberían discutirse políticas que ayuden a hacer accesible el libro a los hombres y mujeres del país. 
La manera en la que ha estado obrando esta Dirección del Libro y la Lectura es, por decirlo suave, pésima. Los editores peruanos lo saben bien, pero callan. Este silencio no obedece a una falta de recursos intelectuales que les impida forjar quejas razonables y propuestas realistas. No, ese silencio es por demás rastrero y acomplejado, con una mano extendida y la otra detrás. Por esas benditas dádivas son capaces de aguantar los más crudos vejámenes y humillaciones y los más abiertos ninguneos.